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El desastre de 1812 (por el Dr. Ángel Rafael Lombardi Boscán)

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1812 fue un año fatídico para la nueva República de Venezuela. Sus cimientos muy frágiles se derrumbaron sin apenas resistencia. La primera experiencia de gobierno libre y bajo los códigos de una modernidad apenas sospechada fue víctima de sus propias contradicciones. La transición de Colonia a República fue un pacto de elites sin la confianza de querer pertenecer a una nueva época. Y las fuerzas que se desataron de la mano de la destructora anarquía aniquilaron un proyecto de sociedad alternativa sin que existiera la convicción para ello.

Los moderados fueron más que los radicales. Sólo que en tiempos revolucionarios titubear es una condena a la perdición de acuerdo a Crane Brinton en The Anatomy of Revolution, 1959. Los más radicales se impusieron desde la impulsividad de sus planes y con ello arrastraron a la mayor parte de una población expectante y temerosa que terminó siendo la principal víctima de una Independencia no querida ni comprendida. En fin, la guerra civil; la guerra inter provincial; la guerra de castas; la guerra entre potencias; la guerra de exterminio que no tuvo parangón en ningún otro lugar de América.

Los acontecimientos de 1812 se refieren en los anales ya clásicos de la Historia de Venezuela a la Provincia de Caracas o Venezuela ya que el centro del poder estuvo en Caracas, la capital de la Confederación. Este sesgo dominante menoscaba las otras historias de las otras localidades con sus propias dinámicas y rutinas históricas. Una Historia de Venezuela más integral e interconectada entre todas sus piezas es una tarea pendiente. Cuando se dice Federación también se está diciendo Región Histórica.   

El 26 de marzo de 1812 un terremoto, un Jueves Santos, mató 20.000 personas. Caracas, La Guaira, Mérida, El Tocuyo, San Felipe, Maiquetía, Antímano, Chacao, Baruta y La Vega fueron destruidas. Barquisimeto, La Victoria y Valencia fueron afectadas en menor medida. Mientras que urbes monárquicas como Coro, Siquisique, La Vela, Carora, Maracaibo y Angostura salieron relativamente indemnes.

La Iglesia católica de ese entonces, ultra realista, sostuvo que fue un castigo de Dios por la Declaración de la Independencia el 5 de julio de 1811 y traicionar a la Monarquía de Fernando VII. Y la gente, el llamado Pueblo, inculto y supersticioso, les creyó. Esta fue la muerte moral de la Primera República.

Ya más nada se pudo hacer para revertir la reconquista militar realista llevada a cabo por los corianos bajo el acaudillamiento de un militar canario renegado: Domingo de Monteverde (julio de 1812-agosto de 1813). Pocas veces se dice pero fueron los corianos los que sepultaron a los caraqueños y sus aliados confederados. España no tenía ejército en Venezuela y tampoco podía enviar uno ya que en la Metrópoli los franceses de Napoleón Bonaparte la tenían invadida.

Lo que llama la atención de ese crítico momento histórico en que se perdió la Primera República sin apenas resistencia es que el edificio gubernamental republicano, inédito a todas luces, fue endeble. La transición de la Monarquía a la República fue nominal y las nuevas instituciones cabalgaban en realidad con las viejas. Los usos y costumbres de tres siglos hispánicos no se podían demoler por decreto.

Además, la Independencia la hizo Caracas acompañada a remolque por las otras provincias que no estaban muy convencidas del paso acometido. Táchira, Mérida y Trujillo se van con Caracas para zafarse de Maracaibo. La convicción patriótica republicana cedía al pragmatismo de los intereses del momento.

Luego de la muerte moral o espiritual de la causa de los independentistas, el resto fue sencillo: pocos son capaces de reponerse al descrédito. Las operaciones militares fueron de baja intensidad y un auténtico paseo marcial para Monteverde y sus corianos motivados por el rápido éxito y las descoordinación de los patriotas. No se vaya a pensar en grandes batallas o en ejércitos uniformados como usualmente nos han hecho creer. Las escaramuzas rápidas y el predominio de las armas blancas es lo que había. Además, también hubo el bandolerismo desatado cuya permisividad en el campo realista fue más que evidente y su principal atractivo para captar tanto a voluntarios como desertores. La guerra se convirtió en la principal forma de “ascenso social” desde los saqueos y el pillaje en todas sus formas posibles e imaginables.

El “Ejército Expedicionario de Coro” fue aumentando sus efectivos con los desertores del bisoño ejército de Francisco de Miranda, a quién le otorgaron poderes dictatoriales para ganar la guerra aunado a su prestigio militar. Miranda, lo intentó pero no tenía Ejército en pie de un modo eficaz, y lo más importante: la convicción del triunfo.

Además, desde el propio gobierno caraqueño las rencillas personales y entre facciones erosionaron la fundamental unidad en el mando. Miranda fue un jefe discutido y señalado de impericia militar: un general teórico a la europea incapaz de entender la guerra irregular en el trópico. Sus medidas disciplinarias muy severas se mostraron anacrónicas y contraproducentes. Miranda seguía actuando como un general francés y su predilección por oficiales extranjeros, la mayoría franceses, con los cuáles se rodeó, le granjeó el rechazo de los militares criollos.

Dice Tucídides que: “Las guerras no se hacen con armas cuanto con dinero, que es el nervio de la guerra”. Y Miranda y los independentistas no tenían dinero. La nueva hacienda se fue a la quiebra muy rápido por el despilfarro en el gasto y la negligencia en los controles.

La puntilla de esta debacle fue el 30 de junio cuando los presos del castillo de San Felipe de Puerto Cabello se sublevan y se pierde todo el parque de guerra que iba a sostener la resistencia de los republicanos. Pertrechos que pasarían de inmediato a las fuerzas realistas. No está demás decir que hay versiones que refieren que el jefe de Puerto Cabello, el coronel Simón Bolívar, fue descuidado en el resguardo de tan importante plaza. Miranda al recibir la funesta noticia terminó por comprender que su causa ya estaba perdida.

Los testigos de ese entonces alegan que Miranda aún podía ganar la guerra a las huestes de Monteverde y sus corianos. Que tenía entre 5000 y 4000 soldados acantonados en los alrededores de Valencia y Caracas y que sólo hubiese bastado organizar una decidida contra ofensiva. Sólo que Miranda se cruzó de brazos. Ya no creyó en la victoria y su táctica defensiva y de espera le generó no pocas críticas entre sus propios compañeros de causa. El gran Miranda, de pronto, se encontró fuera de lugar y ambiente.

Era un extranjero en su propio país de nacimiento. Había llegado a Caracas con 60 años de edad y una ausencia de más de 40 años. Sentía ya un rechazo acendrado al desorden y los tumultos. Y traía muy malos recuerdos del Terror desatado en la Revolución Francesa del año 1789.

Los realistas, apenas conocemos a sus principales actores y versiones, aprovecharon todas las circunstancias a su favor. Los eclesiásticos y líderes políticos se dedicaron a fomentar alzamientos de los esclavos negros en Barlovento y esto terminó por sellar la derrota.

Monteverde desde Valencia y Yáñez desde Calabozo montaron una cuña ofensiva sobre Caracas que obligó a Miranda a rendirse. En San Mateo, el 25 de julio se firmó la Capitulación y el 30 de julio Monteverde y sus corianos y canarios entraron vencedores en Caracas.

Los juicios contra Miranda por ser el principal responsable de la derrota fueron muy hirientes y la mayoría de ellos provino de sus propios compañeros de causa. Muy principalmente del coronel Simón Bolívar. Olvidando muy rápidamente su responsabilidad en la caída de Puerto Cabello.

Bolívar escribió contra Miranda esto: “La única fuerza que le contenía (a Monteverde) estaba por desgracia mandada por un jefe que, preocupado de ambición y de violentas pasiones, o no conocía el riesgo o quería sacrificar a ellas la libertad de su patria; déspota y arbitrario hasta el exceso, no solo descontentó a los militares, sino que desconcertando todos los ramos de la administración pública, puso la provincia o la parte que quedaba de ella en absoluta nulidad”.

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